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No recuerdo el mes, ni siquiera la época del año. Solo recuerdo las sábanas blancas que visten las camas, la butaca azul y el yogur del menú que ningún paciente quiere perderse. Al fin y al cabo, lo único salvable de la comida de un hospital suele ser el postre. En este caso, el yogur me lo comía yo. Él me lo guardaba a cambio de mis siestas a su lado.

Papá, me preguntan en el formulario de la beca la profesión de mi padre. Pon punto, respondió con esa sonrisilla pícara de cuarentón gamberro. Cuando me explicó en qué consistía tan ancestro oficio le dije que lo iba a poner. –No eres capaz, me replicó con sorna.

Al día siguiente volví a mi hora habitual a comer el yogur que me estaba esperando. Le puse el papel del formulario encima de la sábana. Miró incrédulo, ji ome. Nos morimos de la risa sin mediar más palabra.

Fue una gamberrada poner eso en un documento oficial del Ministerio de Educación con el que solicitaba una beca para estudios, pero sobre todo fue un acto de humanizar y demostrar que, fuese como fuese, aquel hombre tímido y disfrutón era un adulto muy perdido pero ante todo era mi padre. Demostrarle que la vergüenza solo ha de sentirse por ser mala persona. Que no es motivo de orgullo consumir drogas, pero que si tú quieres, aquí está mi mano. Y si no quieres o no puedes, no estás sólo. Los quereles no entienden de consumo.

Porque lo peor de la enfermedad para el paciente debe ser la soledad; la soledad del miedo y la inquietud. Lo peor del duelo, el vacío; lo peor de la muerte, la incertidumbre; y lo peor de las drogas, la sociedad.

Cuando alguien es diagnosticado de cáncer se nos activa el botón de la compasión. Sin embargo, cuando nos encontramos con una persona toxicómana se activa el del rechazo.

Cuando las drogas entran por la puerta de una casa, a veces es mejor salir por la ventana. Ese tren arrolla con fuerza no solo los sueños del que la consume, la sacudida para el entorno es tremenda. El que tiene suerte, se ve llevado a charlas, grupos, sesiones en familia… todo para que deje los malos hábitos. Supongo que debe ser descorazonador querer y no poder. O no querer lo que los demás quieren para uno. El que no tiene esa suerte, estará condenado por la mortaja de la indiferencia.

Un piti, una chupa guapa y la música de Triana sonando en el loro colgado de su hombro. La mirada esquiva de quien se quiere poco y confía mucho en que el que está enfrente lo quiera más. Supongo que así comienza la historia de muchos hombres y mujeres de hoy que hace 40 años eran solo unos chavales. Grandes sueños para pequeñas oportunidades. Un mundo que se abría camino a la velocidad del AVE a finales de los ochenta y ni un solo billete para muchos que no podían correr al ritmo que la vida exigía. Hay elecciones que parecen inocuas y que, sin embargo, están dirigiendo tu vida a un lugar que ni siquiera imaginas.

Decimos al aire con la impunidad de la ignorancia que uno está en las drogas porque quiere. Está de moda hablar de las enfermedades mentales sin profundizar realmente lo que una enfermedad mental conlleva: la tristeza, el duelo, la angustia, la falta de autoestima, la soledad, la nostalgia de la añorada juventud… Hay tantas situaciones, emociones y circunstancias que te llevan a abrirle la puerta a las drogas que resulta atrevido lanzar el cuchillo del desprecio a aquellas personas que se cruzan con ellas.

El bolilla hacía un pollo al ajillo exquisito, las mejores cabañas de indios, transformaba la bañera en una piscina y bailaba el bacalao como se bailaba la vida: con ganas y desenfreno. Murió con 46 años y lo recuerdo como a un chaval de 16. Vivió cada uno de esos años como si no hubiese soplado nunca las velas.

Cuando era pequeña soñaba con caravanas que eran mansiones rodantes. Seguro que mi padre tuvo sus anhelos antes de vivir “fantaseando” y, posiblemente, serían más realistas que los míos. Supongo que en su juventud sus sueños eran más humanos que divinos aunque con el tiempo se encallaran y se truncaran, acabando siendo más divinos que humanos. Supongo que soñó con llegar a viejo viviendo en un pequeño piso, ni siquiera con nosotras pero, al menos, solo. Supongo que soñó con salir de casa de su madre y hacerse un hombre de esos que la sociedad cataloga “de provecho”. Seguramente en sus mejores sueños, soñó con ser abuelo e ir al parque con sus nietos. Pero de todos los sueños, tengo la certeza de que, aún sin él mismo saberlo, soñó con quererse. Porque hace falta mucho amor y compasión para cambiar los renglones de una historia torcida casi desde el principio.

Humanizar lo humano en un mundo de escasa sensibilidad es un acto de rebelión, casi un acto heroico de resistencia cuando la única forma de protegerse es tratar lo ajeno como indiferente.

Conviene recordar que las personas somos mucho más que nuestras circunstancias. Somos el resultado de nuestros sueños más profundos, del recuerdo que dejamos, del amor que regalamos. Merecemos ser más que las decisiones erróneas del joven que fuimos y mucho más que las enfermedades que transitamos. Merecemos que nos hablen con amor y nos despojen de las vergüenzas que nosotros mismos lastramos.

Juan, el bolilla -mi padre- vivió una vida sin normas ni límites que lo llevó a concluirla con demasiada premura. Pero ante todo, era el hombre que me guardaba la mejor parte de un menú incomible, me traía chicharrones a la par que flores, le flipaban las chupas de cuero y usaba qué tierna estás para decirme guapa. No recuerdo que me dijera te quiero pero recuerdo que nos queríamos y eso es lo que se merece que recuerde.